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Islas Marquesas


Hemos necesitado más de un mes para actualizar el blog, pero por fin, me siento frente al ordenador en la bañera del Freya, con un batido helado de papaya, maracuyá, banana y limón. ¡Hay tanto que contar que cuesta ordenar las ideas!

Hemos escrito este texto pensando mucho en todos los que siempre nos leen, tratando de enviaros un trocito de este paraíso para que lo podías disfrutar vosotros también. Nos acordamos de Maite que tanto nos apoya y de todos los familiares que tenemos tan lejos.

Llegamos agotados física y mentalmente de la travesía desde Costa Rica, pero a la vez con ilusión por conocer este nuevo mundo. Afortunadamente esto ha resultado ser muchísimo mejor de lo imaginable, estamos encantados aquí. Todos los esfuerzos que hemos tenido que hacer para llegar hasta el otro lado del planeta (económicos, mentales, físicos…) han merecido la pena con creces. 1

Estamos en Nuku Hiva, capital de las Islas Marquesas. Éste es uno de los archipiélagos más remotos del planeta. Está formado por 6 islas habitadas y algunos islotes deshabitados. Ocupa en total un área más o menos como la mitad de las Islas Canarias, para que os hagáis una idea. El continente más cercano está a más de 2500 millas náuticas, lejisisisimos. Este aislamiento ha conseguido preservar la naturaleza, las tradiciones, la gente… de una manera alucinante. Todo es muchísimo más salvaje de lo que hemos conocido hasta ahora.

Geológicamente hablando, son islas volcánicas de formación más tardía que el resto de islas de Polinesia. No hay arrecifes exteriores ni lagunas interiores. Son escarpadísimas montañas rocosas que caen en picado hasta las profundidades del Océano Pacífico. Hay muchísima vegetación, así que los paisajes son espectaculares. Combinan los tonos oscuros de la roca y miles de verdes con el azul intenso del mar.

​Políticamente, estamos en Francia. Todas las islas de la Polinesia Francesa son uno de sus territorios de ultramar. Para nosotros es perfecto. Al ser miembros de la comunidad europea podemos quedarnos hasta 3 años en estas islas sin pagar ni una tasa. La lengua oficial es el francés, aunque en cada archipiélago también tienen su propia lengua indígena que usan más a menudo. Aquí es el “marquesién”, y suena como a chino (Ka-oha es hola, kai-kai es comer). No se usa el Euro, sino el Franco Polinésico (480 XPF = 5€).​

​Sus gentes tienen las ventajas y la organización del primer mundo, pero a la vez una actitud ante la vida totalmente simple y humilde. Están tan lejos de toda civilización que no ha llegado la contaminación social, con modas frívolas, ni son esclavo del tiempo, del móvil, de su aspecto o del consumismo. Es tan diferente a occidente…

Muchísimas familias viven de la copra. Esto consiste en ir al monte, recolectar cientos de cocos, abrirlos, vaciarlos, secarlos y venderlos para la elaboración de aceite de coco. Es un trabajo duro y muy físico, pero por suerte la isla está llena de cocoteros, así que todo el mundo tiene posibilidad de trabajar. Mucha otra gente trabaja para las “autoridades”. Se dedican a limpiar caminos de maleza, cuidar jardines, limpieza… mantenimiento en general. Gracias a ellos, toda la isla está impecable, no hay ni un plástico ni una lata tirada por el suelo, y todas las zonas públicas son maravillosas. Cuando no trabajan, los locales se dedican a conseguir comida: cultivan todo tipo de frutas y algunas verduras en sus jardines, van a cazar vacas o cabras o cerdos salvajes, van a buscar pulpos o mariscos, o a pescar. Les gusta mucho cocinar y comer, y usan la leche de coco (recién hecha) en la mayoría de sus platillos, así que los que no hacen un trabajo muy duro físicamente están bastante gorditos. En general son gente muy trabajadora, no pierden el tiempo en hamacas.

​​La mayoría de los locales tienen la piel morena, pelo negro, ojos un poco rasgados, nariz achatada y gran sonrisa (a menudo desdentada). Todos los adultos, hombre y mujeres, están llenos de tatuajes de motivos tradicionales: flores, delfines, cuernos y dibujitos polinésicos. Muchos los llevan hasta en la cara y les quedan realmente bien, no dan miedo como pasaría en Europa si te cruzas con alguien así por la calle. Las mujeres no son nada presumidas: no se ve maquillaje por ningún lado, solamente flores en las orejas: en la derecha si es soltera y la izquierda si su corazón pertenece a alguien. Casi todos visten con pantalones de deporte o bañador de hombre y camisetas holgadas o pareos, y ellas casi nunca llevan sujetador. En los pies llevan chancletas o los míticos obequis de plástico (cangrejeras), con calcetines cuando van al monte. Los findes de semana o fiestas se ponen alegres vestidos de colores y camisas de flores.

El clima es maravilloso. Nunca hace frío, y solamente hace demasiado calor cuando se está bajo el sol al medio día. El viento está totalmente seco, perfecto para deshacernos de todo el moho que nos invadió en Costa Rica y Panamá, con sus lluvias torrenciales y su humedad perpetua. Aquí también llueve para mantener un paisaje tan verde, pero no demasiado. La temporada de ciclones del Pacífico dura desde diciembre hasta el mes de abril, así que nos pretendemos quedar en las Marquesas hasta entonces. Estás islas están fuera de la zona de impacto habitual, ¡esperemos que siga así mientras estemos aquí!

Al llegar a la isla de Nuku-Hiva pasamos una semana en Taiohae, la capital de las Marquesas. “Capital” suena como algo grande, pero olvidaros de multitudes en estas islas. Son un total de 2665 personas y eso que es la segunda isla más grande de la Polinesia, con una extensión de 339 km cuadrados. Allí estaba el hospital, la policía, la ferretería, la farmacia, el mercado de verduras y el de pescado (dos puestecitos), la oficina de turismo… había hasta Wifi en un par de establecimientos, y tres tiendecitas con comida (casi todo latas y congelados). Eso es todo. Nos encantó el lugar, la gente y las vistas, pero el fondeo no era muy bueno. Las olas del sur entraban directamente a la gran bahía. Freya se movía bastante y hacía necesario tener dos anclas echadas. Así que sólo una semana después de llegar, habiendo repuesto fuerzas, decidimos ir a Anaho, y ya llevamos mes y medio sin movernos de aquí.​

​La bahía de Anaho es uno de los mejores fondeaderos que hemos conocido en todo nuestro viaje. Es un perfecto puerto natural: está protegido del mar en todas direcciones y el fondo es de arena y, aunque hay mucho sitio, sólo estamos 4 ó 5 veleros. La montaña Tukemata domina majestuosamente todo lo que hay a sus pies. A sus lados se alzan otras formaciones basálticas que parecen almenas de un gigantesco castillo. Cuando llueve se ven franjas blancas de cascadas que caen con fuerza en picado. Hay miles de caminos de cabras por todas partes, perfectos para explorar. Todas las laderas del valle están repletas de cocoteros, y acaban en playas de arena blanca y rocas negras. Buena parte del perímetro de la bahía está cuidado como un jardín con árboles frutales y es fantástico para pasear. Es difícil diseñar un entorno mejor que este.

Cerca de la zona donde fondeamos hay un pequeño canal en el arrecife por el que pasamos con Txiki Freya para desembarcar. Tenemos que tener cuidado porque en esa playa viven dos rayas, y son un poco peligrosas si se pisan accidentalmente. Les hemos bautizado como Txistu y Tamboril, y no hay día en que no las veamos. En la playa de desembarco también hay montones de tiburoncitos de punta negra, muy monos e inofensivos si no les enfadas, como de un metro de largos, que nadan aprovechando que hay poco fondo y el agua está calentita. Ahí mismo hay una manguera comunal con agua dulce limpia y potable, que baja de las montañas y es depurada un poco más arriba. Esto sí que es un lujo en nuestro día a día: ¡barra libre de duchas! Una vez a la semana bajamos con todas nuestras pichingas (bidones) y rellenamos uno de los dos tanques principales de Freya.​​

​​El mundo que hay bajo el agua no tiene nada que envidiar al que hay sobre ella. Aquí hay una fauna marina espectacular. El agua está limpísima por que la bahía se abre directamente al Océano Pacífico y porque no hay nada que la contamine desde dentro. No hay basuras humanas en el fondo, ni botellas, ni chancletas flotando. A veces no está muy clara, pero es por la cantidad de vida que hay, bichitos gelatinosos, mezclados con la tierra en suspensión.

Al principio estábamos un poco cobardicas por si nos mordía un tiburón, pero ya lo hemos superado totalmente. Hay miles de especies nuevas de peces que no habíamos visto hasta ahora, con sus distintas formas y colores. También hay zonas de formaciones de arrecifes preciosas, que crean un paisaje como de otro mundo, con sus picos y valles y montañas. Es un gustazo darse un buceo. Vamos muy a menudo a hacer snorkel y jugamos a reconocer peces, que luego buscamos en un libro-enciclopedia. Otras veces vamos a hacer natación por encima del arrecife para ir entretenidos viendo la vida que hay ahí abajo. Ésta es también una zona que está llena de mantas. Son gigantescas y es una auténtica pasada nadar con ellas. Da miedito aunque no sean peligrosas por el tamaño que tienen y su boca enorme. Una desventaja es que dentro de la bahía los peces tienen bastante ciguátela, una toxina que es muy dañina para nuestra salud, así que para pescar hay que ir un poco lejos. También abundan langostas, erizos, caracolas y pulpos, y con estos no hay problemas de ciguatela.

La única forma de llegar a la bahía, si no es por mar, es por un camino (para caballos) que sube hasta la mitad del monte Tukemata y baja por el otro lado a la aldea vecina, Hatiheu, que tiene unos 200 habitantes. Desde arriba las vistas son preciosas, pero el camino es empinado y se tarda casi una hora en recorrerlo. Cada vez que queremos tener conexión a internet o comprar algo de comida hay que ir por ahí. Muchas veces, tras la caminata, no funciona el internet, ¡así que la desconexión es total! Por eso hemos tenido tan abandonados a nuestros lectores, muchas disculpas. La tiendita de Hatieu tiene muy poca variedad de comida, casi todo en lata y a precios muy altos. Un brick de vino malillo cuesta más de 10€ y una docena de huevos casi 5€. Normalmente sólo compramos cebollas. Con lo que nos regalan y las provisiones compradas en Panamá tenemos más que suficiente.

En toda la bahía de Anaho viven poco más de 30 personas. Ya les conocemos a casi todos. Siempre que nos ven nos lanzan una sonrisa y un “ka-oha” o “bonjour”. Son nuestros principales suministradores de comida. Cada vez que vamos a tierra alguien nos regala una papaya, un racimo de bananas o unos pomelos gigantes. También nos regalan trozos de cabra, langostas o pescado. Tenemos que pedir que paren porque no nos queda sitio en las mochilas.

Casi todos van a caballo, hasta con los bebés, pero sin silla de montar, sin riendas… sólo llevan un trozo de cuerda atado a la cabeza para dirigirles un poco sin hacerles daño. Los dejan pastando atados a las palmeras cuando no los usan, así que los vemos por todas partes. Un día me prestaron a “En-Ken” para volver de Hatiheu. Cómo iba sentada directamente encima del hueso de su espalda, ¡acabé con el culo doloridisisimo!¡Y eso que me bajé al de poco rato!

Las casas no son casas propiamente dicho: tienen tejado de chapa y algunas paredes, pero todo está abierto. No hay puertas, ni cerraduras, ni armarios llenos de cosas. Casi no hay ni muebles. Suelen tener un gran porche que hace de salón, comedor y cocina con una gran mesa de madera, y un espacio un poco más protegido con varias camas donde duermen todos juntos. La única decoración suele ser las telas de colores y flores que usan de manteles, cortinas y sobrecamas. No les preocupa en absoluto lo “material”. No es que no tengan dinero para comprar cosas, ni que casi no haya mucho que comprar en las tiendecitas, sino que no lo necesitan, no lo quieren.

Nos gusta que no haya casi turismo. Estamos la gente de los barcos, que al quedarnos durante bastante tiempo no nos consideran totalmente turistas. También hay algunos exploradores espontáneos, pero más bien pocos. La mayoría de los turistas son jubilados pudientes que vienen en cruceros. Llegan por la mañana y les organizan excursiones y danzas tradicionales (a las que nosotros también vamos) y se van antes del anochecer.

Una de las únicas desventajas de este lugar son los “nonos”. Son unos mosquitos minúsculos, que nos pican sin piedad cuando bajamos a tierra. He llegado a tener 30 picaduras en una sola pierna. Salen ronchones mucho más grandes que con los mosquitos de Bilbao, y pican infinitamente más. Creemos que poco a poco estamos acostumbrándonos a su veneno, pero, aun así, sufrimos de sus mordiscos. Muchos occidentales se rascan demasiado y se hacen heridas terribles. Aquí se infectan a toda velocidad. Nosotros tratamos de controlarnos y de curar bien las heridas para evitar que crezcan. Un truco que usamos es tener bien cortitas las uñas de las manos todo el tiempo.

Nuestra vida aquí es maravillosa. Nos levantamos muy pronto, entre las 5 y las 6, y aprovechamos para hacer unos estiramientos antes de un super desayuno energético con frutas, bizcocho, tostadas… Intentamos hacer cada día un rato de estudio de francés con un audio curso (super recomendable: Michel Thomas) y nos está ayudando mucho para entablar amistad con los locales. Algunos días trabajamos en el mantenimiento del barco para que siga mejorando. Tenemos mil actividades que hacer para pasar el rato: Snorkel, paseos, surf en una mini ola, jugar a palas, ir a por fruta o pulpos, visitar a los vecinos de otros barcos, tocar el ukulele, cocinar y comer bien, lectura en el barco… Cada día llegamos agotados a la cama: a veces a las 20:00 ya estamos durmiendo.

Hemos hecho bastantes amigos aquí en Anaho, de los veleros y de los locales, así que hacemos bastantes comidas y cenas juntos. El tiempo va pasando en la bahía y cada vez conocemos más a las familias locales que parecen competir para ver cuál es la más generosa. No hay fin de semana en la que no organicen comida para todos, y dar un paseo por la playa significa volver al barco con frutas y montones de regalos comestibles además de la tripa llena.

Estamos intentando empaparnos de la cultura polinésica y aprender todo lo posible de esta gente tan generosa: aprender sus costumbres, aprender a trenzar hojas de palma para hacer cestos, aprender sus canciones y sus dibujitos; aprender sus recetas, casi siempre con leche de coco… En definitiva, aprender a vivir de una manera tan sencilla y con tan pocas necesidades. Esta es la escuela de la vida más alucinante que hemos encontrado hasta hoy.

Cuando la vida es en estado nómada y no paras de moverte de un lugar a otro, de unas costumbres locales a otras, de una estación climática a otra, se agradece mucho poder conocer un lugar en profundidad, como nos pasa ahora en Anaho.

Hasta pronto.


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