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Tras 4 meses descalzos

Ayer me puse zapatillas por primera vez en cuatro meses, y es porque ya no estamos en San Blas. Creo que nunca había prescindido tanto del calzado. No hemos usado ni chancletas. Ahora que han pasado un par de semanas desde que nos fuimos, empiezo a pensar en todo lo que dejamos atrás en nuestro último hogar.

San Blas es el paraíso.

​ Es un archipiélago compuesto por 365 islas, una para cada día del año. La mayoría están deshabitadas. La mayoría sólo tienen palmeras. Y la mayoría están rodeadas de arrecifes. El tamaño de las grandes se calcula con el tiempo que se tarda en rodearla. Máximo media hora. Cuando iba a “pasear” parecía un tiovivo dando vueltas y vueltas. Las menores son una mancha de arena blanca con una o dos palmeras que se resisten a ser devoradas por el mar. Las navegaciones entre islas son cortitas, pero peligrosas. Los arrecifes acechan en los lugares más inesperadas. Hay decenas de barcos hundidos o varados que sirven de recordatorio para los navegantes despistados. La profundidad de las aguas puede pasar de 20 metros a 20 centímetros en lo que se tarda en mirar la carta náutica. Pero los arrecifes son maravillosos. Si lo que se ve sobre la superficie del mar es bello, lo que hay por debajo es aún mejor. En todas nuestras aventuras por el Mar Caribe no hemos conocido un fondo marino igual.

​Hay cientos de formas y tipos de corales, con colores súper brillantes. Les sirven de hogar a miles de pececitos tropicales. También les sirven de refugios cuando vienen los grandes depredadores. Mantas, rayas, barracudas, tiburones… Es cierto lo que contó Rafa, aquí sí que hay tiburones. Sobre todo, hemos visto tiburones nodriza, que son inofensivos y suelen dormitar entre los arrecifes, pero también hemos visto de los malos. Impresiona bastante ver el tamaño que tienen, la agilidad con que se deslizan, esa forma de nadar tan característica… pero, sobre todo, ¡dan miedo! Ha sido genial poder pasar tantas horas bajo el agua. Si tuviera que elegir, lo que más me ha gustado de San Blas ha sido ver lo que hay bajo el agua.

También hemos visto cocodrilos nadando alrededor del Freya. Resulta que cuando les apetece, dejan el rio de agua dulce y se acercan a las islas. La gente dice que sólo comen niños, perros y pelícanos, pero cómo tampoco es que yo tenga un tamaño muy adulto, preferí bañarme agarrada a la escalera ese día, que la boca por si sola ya medía media metro. (Actualización: desde que escribí esto, el cocodrilo de la foto atacó a una mujer de 59 años que nadaba alrededor de su barco. Tras morderle en el brazo, y la pierna, le arranco las gafas y el tubo de snorkel con los dientes. Por suerte, navegantes de otros barcos corrieron con sus botes a socorrerle y aunque tiene heridas graves, ya se está recuperando.

​Los habitantes de estas islas son los Kunas, una tribu indígena que vive totalmente unida al mar. Se desplazan en cayucos tallados de un sólo tronco. Tienen una pequeña vela que montan en dos minutos para no tener que remar cuando van a favor del viento. Son fantásticos pescadores. Dicen que aguantan más de 10 minutos a 40 metros de profundidad, aguardando a que el pargo deseado salga de su cueva para dispararle con un arpón. También son muy hábiles en la pesca de langostas. Se fabrican una vara hueca con un lazo corredizo en un extremo y el final del hilo en el otro. Cada tarde, varios cayucos se acercaban a nosotros para vendérnoslas por precios irrisorios. He de reconocer que nunca en mi vida había comido tanta langosta. Ni la mitad de la mitad de la mitad.

Durante cientos de años, los Kunas, han conseguido mantener su autonomía del gobierno central y así preservar las islas de turismo masificado, su propia cultura y su propio idioma. El mayor complejo hotelero está formado por 6 cabañas de techo de paja y ningún lujo. Todos los negocios tienen que ser aprobados por un consejo de ancianos y deben pertenecer a familias Kuna, así que son más bien pocos. Ofrecen alojamiento en cabañas, cervezas, artesanía local (generalmente molas, un trozo de tela con dibujos de colores cosidos a mano) y algo de comida, también local: arroz con coco, pescado, langosta. Nada más. Hay muchísimos veleros que hacen chárter con turistas en esta zona. La verdad, es que no hay mejor manera de conocer el archipiélago que desde el mar, pero comienza a haber demasiados barcos para mi gusto.

Algunas islas son como ciudades Kunas. En muchos casos no tienen agua corriente, pero sí que tienen centro médico, alguna tiendita de comida, canchas deportivas, biblioteca y escuelas, todo rodeados de cabañas con techos de paja con antena parabólica y pequeños huertos. Muchas mujeres visten con su ropa tradicional y dan color a las calles. Se compone de una falda/pareo negro con dibujos amarillos verdes o naranjas, una camisa de muchos colores con un mola a cada lado y un pañuelo rojo y amarillo en la cabeza. Todo el perímetro de estas islas-ciudad está compuesto por las letrinas, así que la imagen desde fuera no es demasiado atractiva que digamos. No hay ningún sistema de recogida y gestión de basuras, así que tiran todo al mar. Es muy triste ver todos los plásticos y residuos que llegan e invaden las islas deshabitadas. Se van amontonando y se convierten en parte del paisaje.

​Nosotros también hemos tenido que gestionar nuestra propia basura durante todo este tiempo. Es alucinante cuanto se genera cuando tienes que ocuparte tú de todo. Las latas las separábamos para reciclar, los retos orgánicos iban al mar, los plásticos los quemábamos en pequeñas hogueras…. ¡Cuántos envases podrían ahorrarse los fabricantes!

Hay islas que sólo están habitadas por una o dos familias. Suelen ir turnándose y están encargados de cuidar la isla, limpiar la maleza y recoger los cocos. En otras islas no hay nadie. Hemos tenido la suerte de poder disfrutar de una isla para nosotros solos en bastantes ocasiones. ¡Alucinante! Ahí sí que se respira una paz que está a otro nivel. Es algo totalmente inimaginable en la vida real.

​Aunque disfrutamos mucho de la paz y de tener una isla para nosotros solitos, San Blas ha resultado ser muy “social”. Hemos hecho montones de amigos que no olvidaremos. El recuerdo de San Blas siempre irá unido a los buenos momentos que pasamos juntos. Cuando viajas en velero pasa que, durante un breve periodo de tiempo, conoces a gente, tienes una relación muy intensa, y cuando toca zarpar, hay que decir adiós. Volveremos a ver a algunos que también están viajando, pero no a todos.

Las despedidas siempre son duras, pero suelen ir acompañadas de la ilusión de continuar con el viaje. En nuestro caso, ya llevábamos suficiente tiempo en San Blas como para seguir en nuestra ruta hacia el Océano Pacífico. Ya estoy ansiosa por llegar a otro destino que no necesite ni zapatos ni chancletas.


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