top of page

Visita invasora

21.11-05.12

Este post lo vamos a escribir los visitantes, contando un poco nuestras impresiones de cómo es la vida allí, a bordo del Freya. Han sido unas vacaciones mejores de lo imaginable, y eso que las habíamos imaginado e imaginado durante meses organizándolas.

Escapando del invierno que traía noviembre a Bilbao, llegamos a Martinica en medio de un chubasco, así que estábamos todos temblando pensando en el mal tiempo que íbamos a tener durante nuestra estancia. Adelantamos que no fue así; tuvimos la suerte de disfrutar de un verano en pleno noviembre. Teníamos alquilado coche y casa para las primeras noches, de forma que nos recuperamos del viaje y el embarque no fue agobiante.

Después descansar unos días aprovechando el coche, recorriendo las playas de la zona, haciendo una súper compra (sin ningún criterio),etc. pudimos subir al Freya, conviertiéndonos en parte de la tripulación durante las siguientes dos semanas. Con mucho orden y de uno en uno, entramos con nuestras bolsas personales llenas de cosas inútiles que no usaríamos en toda la travesía, y se nos enseñó nuestro armario, tareas encomendadas durante la navegación, y las reglas de a bordo. Lucas se pondría al piano, Inés a la mayor, Leo y Blanca al foque, e Ima a "comprobar el ancla" al llegar a un nuevo fondeo.

Dejamos el puerto de Le Marine de buena mañana, rumbo a Grand Anse d'Arlet, una zona conocida por las tortugas. Nada más llegar, fuimos todos al agua de cabeza, gritando cada vez que veíamos una tortuga, y siguiéndole hasta que nuestras aletas no eran suficiente para competir con ella. Algunas juguetonas, posando para nuestras cámaras como modelos; otras asustadizas y rápidas se escabullían nada más vernos; otras más viejas y cansadas, que parecía que los años les pesaban igual que a las personas... No hace falta decir por qué nos encantó esta zona y decidimos quedarnos allí una noche más de lo previsto y disfrutar de la compañía de nuestras nuevas amigas.

Hay que reconocer que nuestra llegada fue un total asalto al barco, ya que está pensado para un máximo de 6 personas, y éramos 7. Siempre había alguien en medio cuando querías llegar a tu sobrecargado armario o coger algo para picar de la nevera, y eso a pesar de que hay 3 accesos al interior desde cubierta. Inés dormía en el suelo sobre unos almohadones; nuestras toallas y trajes de baño secándose ocupaban todo el guardamancebos, la bolsa de aletas y gafas para todos quedó en cubierta toda la estancia, el rincón de las chancletas desbordaba... pero a pesar de la invasión, nuestros anfitriones estaban siempre con su mejor sonrisa en los labios. Dieron un perfecto ejemplo de la primera norma de a bordo: ZAS! Sonrisa!!!

Poco a poco los terrícolas fuimos adaptándonos a la vida a bordo, olvidándonos de las pequeñas preocupaciones del día a día. Allí, en el mar, los horarios siguen al sol. Cuando él se despierta, la tripulación le sigue (algunos más remolones buscábamos excusas para retrasar un poco el primer baño), y al atardecer empiezan a abrirse bocas para bostezar, abriéndose así la veda para irse cada uno a leer o dormir (obviamente nada de teles ni ordenadores). Los móviles también eran de uso esporádico, ya sea porque había que cargar la batería durante las horas de funcionamiento de las placas solares, o bien porque queríamos desconectar de esas cada vez más lejanas vidas en Bilbao en las que llevábamos ropas e íbamos a trabajar. Para poder disfrutar plenamente de este tipo de vacaciones es imprescindible desatarse de la tecnología, y conectar con la naturaleza y con las personas de nuestro alrededor.

Vivir de esta manera te hace sentir cada vez más libre, olvidándote de las obligaciones del día a día. Una vez quitábamos la pereza de entrar en el agua (totalmente infundada, ya que estaba a 27ºC), ya no salíamos en horas. Nadábamos con gafas y tubo, descubriendo nuevas especies de peces cada día, sin cansarnos ni aburrirnos, y sin pasar frío como estamos acostumbrados. Cada uno a su aire, pero compartiendo nuestros hallazgos y sensaciones con los demás. Arrecifes de corales por todas partes, caracolas inmensas, estrellas de mar, tortugas y más peces a los que alcanza la imaginación, y miles de especies nuevas por descubrir en cada baño. También nos poníamos como niños en Navidad cada vez que veíamos langostas al alcance de la mano, pero siempre venía Rafa y las descartaba por ser demasiado pequeñas para cogerlas. Cuando un chaparrón pasajero te pillaba en en mar, podíamos sentir su fuerza y vibración, y después de aprovechar la lluvia para endulzarnos un poco, las islas siempre nos deleitaban con uno o varios arco iris simultáneos que trasladaban al cielo los miles de colores del fondo marino. Por las noches, cuando la luna era llena, se podía ver casi perfectamente a pesar de no haber ninguna luz artificial cerca, y otras noches la luna desaparecía para dejar la atención a las estrellas que cubrían todo el cielo. Cuando nos entraba el hambre, comíamos algo fácil que tuviéramos a bordo, paseábamos cuando teníamos ganas, una cervecita de vez en cuando, y dormíamos cuando teníamos sueño. Así de simple, pero a la vez así de conveniente y placentero. Como debería ser todo en esta vida; dejándonos llevar y sin complicarse por tonterías.

Los días de travesía era como retomar el contacto con unos viejos amigos que hacía tiempo que no veíamos. Un barco, el viento, y la infinidad del mar (y siete invasores ruidosos). Dependíamos de ellos y nos dejábamos en sus manos completamente. Rafa se aseguraba de mirar el parte cada día, como dicen ellos, "ponchito prevenido vale por dos". Y ahí íbamos, cada uno en su puesto (o echando siestas), tostándonos bajo el sol caribeño y turnándonos el asientillo con sombrita de popa que habían construído. En general cogíamos buenas velocidades, sintiendo el viento en la cara y, de vez en cuando, una ola que se colaba por cubierta para hacernos una visita y refrescarnos. Era tiempo para charlar, pensar, descansar o simplemete disfrutar de la navegación.

Siguiendo nuestra ruta, como última estación antes de partir hacia Dominica fondeamos en Saint Pierre, una pequeña ciudad costera que a finales del siglo XIX era la capital de Martinica. En 1902 un volcán cercano explotó y asoló la ciudad, convirtiéndola en cenizas. Sólo hubo dos supervivientes, un hombre que estaba trabajando en su sótano, y un preso condenado por asesinato que acabó en Estados Unidos uniéndose a un circo. Tuvimos bastante de que hablar con Cyparis (el preso), y vimos los restos de la prisión y el teatro.

En la travesía de Martinica a Dominica echamos la caña nada más salir, y en menos de cinco minutos pescamos un dorado preciso y de muy buen tamaño que hicimos esa noche para cenar en la barbacoa. Fue muy emocionante y estaba delicioso, además de la satisfacción que produce comer algo conseguido con tus propias manos (o con la mega-caña de Rafa). Estuvimos todos los días fondeados o con boya muy cerquita de tierra y aunque nos llevaban en el dinghy, podíamos incluso ir nadando. En Dominica, fondeamos primero en Roseau, la capital, con mucho ambiente y mercados de fruta, y después en Portmouth, una bahía preciosa. Hicimos turismo por los Parques Nacionales del país, ríos (donde se rodó parte de Piratas del Caribe), cascadas, aguas termales y sulfurosas, y por las selvas tropicales. Probamos la experiencia de viajar en los autobuses locales, e incluso tuvimos la "suerte de ser los segundos del mundo en ver Tumba's Cave" con un guía jetilla que nos vio la pinta de turistas y nos enseñó la dichosa roca intentando hacerel mes con los guiris de turno... ​

El siguiente fondeo fue en Iles des Saintes, unas islitas pequeñas al sur de Guadalupe, donde constatamos la enorme diferencia entre Martinica y Guadalupe, que son provincias francesas con todo lo que ello supone, y Dominica, país independiente y muy pobre. Fue como pasar de Europa a África y luego volver a Europa en unas pocas millas. Del Carrefour, a la sombrilla que daba sombra a la fruta del día, y vuelta al Carrefour.

Al llegar a Terre de Haut, en el primer baño vimos un pez del tamaño de una moto pasando al ladito de nosotros. Fuimos por tierra a varias de sus playas desiertas, con cocoteros de los que bebimos, cabras y gallinas de paseo entre los humanos, mesitas de madera o hechas con los troncos que traía el mar, perfectas para organizar un picnic con algunas latas, embutidos, buen pan (francés) y agua fresca para beber.

Como algo excepcional, en una de las playas había duchas de agua dulce, que aprovechamos para despedirnos de la isla el último día, jabonándonos como no habíamos hecho en dos semanas y aclimatándonos a la vuelta a la civilización antes de coger el avión de regreso a casa. A nuestra otra casa.

En esas dos semanas conseguimos desconectar completamente de nuestros problemas diarios, disfrutando de lugares paradisíacos con un tiempo meteorológico buenísimo y una compañía insuperable. Unas vacaciones sin duda inolvidables.


bottom of page